Otro de mis
autores venezolanos favoritos por lo bien que se pueden adaptar sus historias
para la enseñanza es Tulio Febres Cordero, él demuestra que siendo historiador
también puedes ser sumamente entretenido si te lo propones al contar la
historia con toda la humanidad que caracteriza a los personajes, presentándolos
como seres con emociones reales. Hoy voy a compartir dos historias que me
gustan mucho, una es ¿me compra el gallo? (cabe destacar me esta historia me
hizo reír mucho), y la otra es la historia del perro Nevado, que relata los
hechos históricos de este personaje que se hizo muy conocido gracias a la obra
de este autor, e incluso actualmente de acuerdo con lo que he podido evidenciar
Nevado es uno de los personajes de la historia de Venezuela favorito de los
niños por la cercanía que sienten muchos hacia los animales; Espero las
disfruten, y se animen a leer más acerca de este autor merideño. (anexo su
biografía al final de esta nota)
¿ME COMPRA EL GALLO?
Hombre
manso, apacible, incapaz de matar una mosca, tal era el doctor Cienfuegos. Pero
cuando llegaba a ponerse bravo, era un polvorín, estallaba como una bomba; por
lo cual él mismo procuraba dominar su carácter irascible hasta donde las
circunstancias lo permitían.
Cierto día,
estaba muy ocupado redactando un alegato, cuando fue bruscamente interrumpido.
—Tun, tun,
tun.
—¿Quién es?
—Buenos
días, doctor... ¿Me compra este gallo?
—No señor,
no compro gallos.
—Está gordo.
—No lo
necesito, ni gordo ni flaco.
—Es de buena
cría.
—Le digo que
no le compro el gallo.
—Se lo doy
muy barato.
—Aunque así
sea.
—Es nuevo y
bien emplumado.
—No, mi
amigo, no le compro el gallo.
—¡Qué
lástima! Deja usted de hacer un buen negocio. Vamos, hasta por cinco reales.
—Ya le he
dicho que no necesito gallos.
—Pero véalo
usted: es una preciosura.
—Aunque sea,
no se lo compro; y hágame el favor de retirarse, porque estoy sumamente
ocupado.
—Mire,
doctor, que estas ocasiones no se presentan todos los días. Anímese, pues, y me
compra el gallo.
—Al fin, mi
amigo... al fin me pone usted en el caso...
—De
comprarme el gallo, ¿verdad?
A Cienfuegos
le estalla el apellido por todos los poros del cuerpo, y arremete contra el
tenaz vendedor, a quien rompe las narices y saca a trompadas hasta la puerta de
la calle.
Gran
escándalo. Acuden los vecinos y la policía. El hombre muestra la cara
ensangrentada, y el doctor bufa de pura cólera. La policía lo arresta; y
entonces el malherido vendedor, volviendo a coger del suelo su gallo, se
interpone entre la autoridad y Cienfuegos, diciéndoles:
—Yo no pido
cárcel para el doctor, sino otra cosa; y todo quedará arreglado.
—¿Qué cosa?
-preguntó la policía.
—Que el
doctor me compre el gallo.
—¡Ah,
grandísimo bellaco! -exclamó Cienfuegos, yéndosele encima.
—No se
enfade otra vez doctor: el gallo es bueno y barato.
Al fin el doctor,
aconsejado por la policía y para cortar el escándalo, porque la gente llegaba
como a campana tañida, resolvió aceptar la transacción.
—Tome pues,
amigo, los cinco reales y asunto concluido.
—Mil
gracias, doctor. Dígame ¿a qué hora lo hallaré mañana en su casa?
—¿Y qué más
quiere usted conmigo?
—Es que
tengo otro gallo mejor que éste.
—¡Otro
gallo!
—Sí, señor,
para ver si me lo compra.
—Un trabuco
naranjero es lo que voy a comprar ahora mismo, para quitármelo a usted de
encima -exclamó Cienfuegos dispuesto a cometer una diablura, y con razón.
El silencio
de los páramos es completo. No hay aves que canten, ni árboles que luchen con
el viento, ni ríos estrepitosos que atruenen el espacio. Es una naturaleza
grandiosa, pero llena de gravedad y de tristeza. Aquellos cerros desnudos y
altísimos, acumulados al capricho, parecen las ruinas de un mundo en otro
tiempo habitado por cíclopes y gigantes. Lo que pasa en alta mar, lo que pasa
en la llanura inmensa, eso mismo sucede en los páramos andinos. El hombre se
siente humillado ante la naturaleza y se recoge en sí mismo. Por eso la
ascensión a las alturas de la cordillera venezolana no solamente es fatigosa
para el cuerpo, sino abrumadora y triste para el espíritu. Bajo las mantas y
abrigos que son necesarios al viajero para soportar un frío que acalambra los
miembros, el alma también se recoge y busca el calor de los recuerdos, de los
pensamientos y de los afectos que le son más caros en la vida.
En una
brumosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta de caballería
frente a la casa de Moconoque, sitio distante una legua de la villa de
Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela. La casa parecía
desierta, pero apenas habrían dado dos o tres toques en la puerta, cuando
instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieron espantados. Un
enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos aullidos. Era un animal
corpulento y lanudo como un carnero, de la raza especial de los páramos
andinos, que en nada cede a la muy afamada de los perros del monte de San
Bernardo.
Ante la
actitud resuelta y amenazadora del perro brillaron de súbito diez o doce lanzas
enristradas contra él, pero en el mismo instante se oyó a espaldas de los
dragones una voz de mando que en el acto fue obedecida:
—¡No hagáis
daño a ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más hermosos que he conocido!
Era la voz
del Brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los ventisqueros de los Andes con un
reducido ejército. Por algunos momentos estuvo admirando al perro que parecía
dispuesto a defender por sí solo el paso contra toda el escolta de caballería
hasta que el dueño de la casa, don Vicente Pino, salió a la puerta y lo llamó
con instancia.
—¡Nevado!
... ¡Nevado! ¿Qué es eso?
El fiel
animal obedeció en el acto y se volvió para el patio de la casa gruñendo
sordamente. Su pinta era en extremo rara y a ella debía el nombre de Nevado,
porque siendo negro como un azabache, tenía las orejas, el lomo y la cola
blancos, muy blancos, como los copos de nieve. Era una viva representación de
la cresta nevada de sus nativos montes.
El señor
Pino, que era un respetable propietario, se puso inmediatamente a las órdenes
de Bolívar y sus oficiales, y obtenidos de él los informes que necesitaban
referentes a la marcha que hacían, la continuaron hasta Mucuchíes, donde iban a
pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado con ojos de admiración y
profunda simpatía, y al despedirse, preguntó al señor Pino si seria fácil
conseguir un cachorro de aquella raza.
—Muy fácil
me parece —le contestó—, y desde luego me permito ofrecer a Su Excelencia que
esta misma tarde lo recibirá en Mucuchíes, como un recuerdo de su paso por
estas alturas.
Media hora
después de haber llegado el Brigadier a la citada villa, le avisaron que un
niño preguntaba por él en la puerta de su alojamiento. Era un chico de once a
doce años, hijo del señor Pino, que iba de parte de éste, con el perro
ofrecido.
—¡El mismo
perro Nevado! —exclamó Bolívar—. ¿Es este el cachorro que me envía su padre?
—Sí, señor,
este mismo, que es todavía un cachorro y puede acompañarle mucho tiempo.
—¡Oh, es una
preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que agradezco en lo que vale su
generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero sacrificio desprenderse de un
perro tan hermoso.
El chico
regresó a Moconoque aquella misma tarde satisfecho de los agasajos y muestras
de cariño que recibió de Bolívar. Este niño fue don Juan José Pino, que llegó a
ser padre de una numerosa y honorable familia de Mérida y alcanzó la avanzada
edad de noventa y cuatro años.
Bolívar
quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no cesaba de acariciar a Nevado,
que por su porte no tardó en corresponderle las caricias, haciéndolo en
ocasiones con tanta brusquedad que más de una vez hizo tambalear al libertador
al echársele encima para ponerle las manos en el pecho.
Averiguado
con varios señores de Mucuchíes si habría en la tropa algún recluta del lugar
conocedor del perro, para confiarle su cuidado y vigilancia, se le informó que
en el destacamento que comandaba Campo Elías había un indio que era vaquero de
la finca del señor Pino, y de consiguiente, conocedor del perro y de sus
costumbres.
No fue
menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden a Campo Elías, que estaba
acampado fuera del pueblo, para que le mandase al consabido indio, llamado
Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de treinta años, leal servidor
y de carácter muy sencillo. La orden, despachada a secas sin ninguna
explicación, fue militarmente obedecida. El indio se encomendó a Dios, confuso
y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado y conducido a Mucuchíes con
la mayor seguridad y sin dilación alguna. El pobre creyó que lo iban a fusilar.
Era ya de
noche, y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del lugar, revisaba
el campamento acompañado de algunos oficiales, cuando se le presentaron con el
recluta.
—¿Eres tú el
indio Tinjacá?
—Sí, señor.
—¿Conoces el
perro Nevado del señor Pino?
—Sí, señor,
se ha criado conmigo.
—¿Estás
seguro de que te seguirá a dondequiera que vayas sin necesidad de cadena?
—Si, señor,
siempre me ha seguido —contestó el indio volviendo en sí de su estupor.
—Pues te
tomo a mi servicio con el único encargo de cuidar el perro.
El indio
estaba tan turbado por la brusca transición efectuada en su ánimo, que no
acertó a decir palabra alguna de agradecimiento. Al cabo se atrevió a preguntar
tímidamente dónde estaba el perro.
—Está
amarrado en mi alojamiento —le contestó Bolívar.
—Pues si su
merced quiere una prueba del cariño que me tiene Nevado, mande que lo suelten y
le respondo que al punto se vendrá para acá, a pesar de la distancia y de la
oscuridad de la noche.
Bolívar
clavó sus ojos en el indio y se sonrió, manifestando de este modo su incredulidad;
pero después de reflexionar un poco dio la orden y se quedó en el mismo sitio,
advirtiendo a Tinjacá que si la prueba resultaba adversa lo castigaría
severamente.
Las calles
de la villa se hallaban a aquella hora cruzadas por muchos jinetes e infantes
ocupados en procurar a las tropas el rancho y las comodidades necesarias.
Bolívar empezó a temer que el perro, al verse suelto, se volviera como un rayo
para Moconoque, pero en este momento Tinjacá se llevo la mano derecha a la
boca, y acomodándose los dedos entre los labios de un modo particular, lanzó un
silbido extraño y penetrante, distinto de los demás silbidos que hasta allí
habían oído Bolívar y sus compañeros. Algo de salvaje y de guerrero había en
aquel silbido que dominó todos los ruidos y algazara de los vivas y debió de
resonar hasta muy lejos.
—El perro
debe ya estar suelto —dijo Bolívar con inquietud, volviéndose a Tinjacá.
—Sí, señor
—repondió éste—, y muy pronto estará aquí.
Y
seguidamente lanzó al viento otro agudo silbido que hizo vibrar el tímpano a
todos los presentes. Hubo un momento de ansiedad. Todos los corazones
palpitaban aceleradamente, menos el del indio, que lleno de confianza, esperaba
tranquilamente el resultado, sondeando la oscuridad con sus miradas en la
dirección del alojamiento del Brigadier, que distaba de allí tres o cuatro
cuadros. Un grito escapó de sus labios:
—¡Allí
viene! —exclamó, echando con ligereza un pie atrás paro recibir sobre el pecho
el pesado cuerpo del perro, que se te tiró encima dando saltos de alegría.
—Ya ve su
merced cómo el perro sí me quiere —dijo respetuosamente Tinjacá dirigiéndose a
su jefe.
Todos
quedaron admirados del hecho, que vino a aumentar, si cabe, la estimación y
afecto que ya Bolívar tenía por su perro. Él mismo le daba de comer, porque
decía que el perro debe recibir siempre la ración directamente de las manos del
amo. El resultado de estas contemplaciones fue que a los pocos días ya Nevado
tenía por su nuevo amo el mismo cariño que demostraba por Tinjacá y que Bolívar
aprendió a llamarle de muy lejos con el mismo silbido casi salvaje que le
enseñó el indio.
Del ingenio
festivo y picaresco de algunos oficiales del Estado Mayor salió la especie de
bautizar a Tinjacá con el nombre de Edecán del Perro, especie que celebró
Bolívar, pero no sus oficiales, a quienes nunca les cayó en gracia tal nombre.
Nevado
compartió los azares y la gloria de aquella épica campaña de 1813. Sus
furibundos ladridos se mezclaban sobre los campos de batalla al redoble de los
tambores y estruendo de las armas.
Era un perro
de continente fiero, semejante a un terranova, pero singularmente hermoso, que
se atraía las miradas de todos en las ciudades y villas por donde pasaban.
El siete de
agosto, en la entrada triunfal de Caracas, Nevado, acezando de fatiga, seguía a
su amo bajo los arcos de triunfo y las banderas que adornaban las calles de la
gentil ciudad. Más de una flor perfumada de las muchas que arrojaban de los
balcones sobre la cabeza olímpica del libertador, vino a quedar prendida en los
níveos vellones del perro.
El hermoso
Nevado era digno de aquellas flores.
Dice la
historia que cuando Nerón vino al mundo se vieron en el cielo nubes de color
sangre y otras señales espantosas, lo mismo que al moverse contra Roma el
formidable Atila. Tal así debieron verse en Venezuela en el cielo y en la
tierra presagios siniestros cuando compareció en el escenario de la guerra a
muerte el terrible Boves. Humillada su vandálica fiereza en el combate de
Mosquiteros por el intrépido Campo Elías, vino a levantarse como un dragón
infernal en la triste batalla de la Puerta, donde todo se perdió para la
patria, menos la fe republicana y la perseverancia heroica de Bolívar, que
logró salvarse de las garras de su feroz enemigo, acompañado de algunos de sus
bravos tenientes, tomando la vía de Caracas con el alma desolada ante aquel
inmenso desastre.
Meses antes,
sobre el campo de Carabobo, donde habían sido derrotadas por completo las armas
realistas, Nevado estuvo a punto de ser lanceado al precipitarse furioso sobre
los caballos enemigos. El perro parecía perder el juicio a la vista del humo de
la pólvora, del choque de las armas y los sangrientos escenas del combate.
Para
prevenir este mal, ordenó Bolívar a Tinjacá que tuviese amarrado el perro en
las acciones de armas; y esta orden, estrictamente obedecida, fue acaso su
perdición en la Puerta, porque sus ladridos, escuchados desde muy lejos,
orientaron a los perseguidores, y pronto descubrieron éstos a Tinjacá que huía
siguiendo los pasos de Bolívar, pero entorpecido por el perro que iba amarrado
a la cola del caballo.
El perro y
su guardián fueron presentados a Boves como una presa inestimable. Hasta las
filas realistas había llegado la fama del noble animal. En los labios de Boves
apareció una sonrisa siniestra, y con la refinada malicia que lo caracterizaba
se dirigió al atribulado indio, diciéndole:
—Has
cambiado de amo, pero no de oficio. Te necesito para que me cuides el perro, y
por eso te perdono la vida. Yo sé que no te atreverás a huir, porque él sería
el primero en descubrirte hasta en las entrañas de la tierra.
Boves
acarició a Nevado, seducido por su tamaño y rarísima pinta, pensando desde
luego aprovecharse de su finísimo olfato para descubrir algún día el paradero
de Bolívar y sus más allegados tenientes, a quienes el perro no podría olvidar
en mucho tiempo.
Nevado
asistió cautivo al sitio de Valencia que Boves dirigía personalmente. Bolívar
había ordenado a Escalona que defendiese la ciudad a todo trance; y Escalona y
su puñado de héroes así lo hicieron, hasta que reducidos al escaso número de
noventa soldados, sin pertrechos ni víveres y constreñidos por los clamores del
vecindario se vieron en la dura necesidad de aceptar la capitulación propuesta
por Boves, quien se adueñó de la plaza por este medio.
Pero antes,
este sanguinario jefe realista hizo celebrar una misa en su campamento, y
adelantándose hasta el altar en el momento solemnísimo de la elevación, juró en
alta voz ante la Hostia consagrada que cumpliría y haría cumplir los artículos
de la capitulación, los cuales garantizaban la vida y hacienda del vecindario y
guarnición de la ciudad heroica. Lo que sucedió, no habrá historiador que lo
relate sin llamar la cólera del cielo sobre aquel insigne malvado.
Tinjacá y el
perro fueron incorporados en la guardia personal del feroz caudillo, alojándose
con él en la casa del Suizo, recinto lleno de familias patriotas, asiladas allí
por temor a los ultrajes de la soldadesca desenfrenada.
Muchas damas
patriotas, temerosas de provocar las iras del vencedor, asistieron, llenas de
angustia y de sobresalto, al baile que la oficialidad realista organizó en la
propia casa del Suizo, residencia de Boves, para obsequiar a éste por el
triunfo de sus armas; y cuando este hombre infernal agasajaba con pérfidas
sonrisas a las matronas y señoritas allí reunidas, en los hogares de éstas, en
las prisiones y en las calles corría despiadadamente la sangre de los
patriotas.
Aquel
sombrío personaje de la leyenda arábiga, el jefe de los Abasidas, que hizo
sacrificar a más de ochenta individuos de la ilustre familia de los Ommíadas
prisioneros que descansaban en la fe de su palabra, y que sobre sus cuerpos
todavía agonizantes hizo tender tapices y servir un banquete a los oficiales de
su ejército; ese califa pérfido fue, sin embargo, menos cruel e inhumano que
Boves en aquella San Bartolomé valenciana. Ese monstruo llevó su refinamiento
hasta hacer que las madres, esposas e hijas de las víctimas danzasen entre
música y flores en medio del esplendor de las bujías a la misma hora en que,
allá entre las sombras, se retorcían sus deudos más queridos, villanamente
sacrificados a lanzazos por una turba de asesinos.
Antes de que
llegase a conocimiento de aquellas mártires la tremenda verdad de su infortunio
y la inaudita perversidad de Boves, ya esto se sabía y se comentaba en los
corredores de la casa, en los cuales reinaba un extraño movimiento. Entrada y
salida de oficiales, órdenes secretas, sonrisas diabólicas en unos, caras de
espanto en otros. Todo lo advirtió Tinjacá y tembló de pies a cabeza. ¡La hora
de la matanza había llegado!
Los
distinguidos patriotas Peña y Espejo, que estaban bailando, desaparecieron sin
saberse cómo de las manos de sus verdugos, cuando dentro de la misma sala uno
de los oficiales tenía ocultas debajo de la chaqueta las cuerdas para
amarrarlos. Al día siguiente, descubierto el doctor Espejo en su escondite, fue
fusilado en la plaza pública.
El indio
concibió al punto la idea de fugarse con el perro, su fiel e inseparable
compañero, pero lo detuvo la consideración de que Nevado lo comprometía, porque
a pesar de la mucha gente y gran animación que había en la casa, sería muy
notable su salida acompañado del perro, el cual estaba encadenado en el
interior de la casa por orden expresa de Boves.
¿Qué hacer
en momentos tan críticos? Empezaban ya a oírse en los labios de la soldadesca
los nombres de los patriotas asesinados aquella misma noche, y multitud de
partidas armadas cruzaban descaradamente las calles en busca de víctimas.
Tinjacá corrió al interior de la casa y so pretexto de que iba a partir pan
para darle al perro, pidió en la cocina un cuchillo del servicio. Seguidamente
se dirigió al lugar donde estaba el perro, que se hallaba inquieto y gruñendo
de cuando en cuando por el ruido inusitado que llegaba a sus oídos Con suma rapidez se allegó a él, lo acarició
con más extremos que nunca y disimuladamente le cortó el collar de cuero de
donde pendía la cadena, dejándolo unido apenas por un hilo, de suerte que
Nevado con poco esfuerzo se viese libre; y repitiéndose sus extremadas
caricias, hasta dejarlo sosegado, se alejó de allí, escurriéndose entre la
mucha gente que llenaba la casa.
Al verse en
la calle, consultó la dirección del viento y se alejó de aquella mansión
diabólica. Más de una vez se detuvo y vaciló. El paso que daba podía costarle
la vida. Tenía muy presentes las palabras de Boves cuando cayó prisionero en la
Puerta. Huir solo era menos expuesto, pero no podía resignarse a abandonar el
perro, por el cual sentía un cariño entrañable, un cariño que rayaba en culto,
a que se unía el orgullo de ser el único guardián, el único responsable de
aquel animal que era para Bolívar una joya de gran valor. El pobre indio de los
páramos veía en Nevado el talismán de su fortuna; a él debía su posición al lado
del libertador, y el cariño sincero que éste le profesaba. Abandonarlo era
sacrificar su carrera, su porvenir: era sacrificarlo todo.
La música
del baile aún llegaba vagamente a sus oídos. Era necesario detenerse un momento
y esperar. Por fortuna la calle en aquel paraje estaba solitaria, a la inversa
de los alrededores de la casa del Suizo, donde hervía el concurso de soldados y
curiosos.
Cesó la
música, y repentinamente en los grupos de militares y otras personas que
llenaban los corredores y pórticos de la casa se notó un movimiento simultáneo
de sorpresa y de terror.
—¡Se ha
soltado el perro! —exclamaron muchas voces.
Efectivamente,
Nevado atravesaba como una flecha los corredores de la casa, y rompiendo por el
apiñado grupo que obstruía la puerta, derribando a unos y haciendo tambalear a
otros se lanzó a la calle atronando con sus ladridos todo el vecindario. Ya
fuera, se detuvo algunos instantes, volviendo a todas partes la cabeza, con la
nariz hinchada, en alto las velludas orejas y batiendo su hermosísima cola, que
a la luz que despedían las ventanas del Suizo semejaba un gran plumaje, blanco,
muy blanco, como la nieve de los Andes.
Oyóse un
silbido lejano que pasó inadvertido para los presentes, pero no para el perro,
que partió, como tocado por un resorte eléctrico, desapareciendo a la vista de
los circunstantes, a tiempo que el mismo Boves salía a la puerta y lo llamaba
con instancia. Cuando éste se convenció, por el examen de la cadena, que la
fuga del perro era premeditada, se colmó en su ánimo la medida del odio y de la
venganza.
Allá, en
oscura bocacalle, el indio postrado en tierra, sujetó rápidamente al perro por
el cuello con una correa que se quitó del cinto, y rasgando una tira de la
falda de su camisa, empezó a amordazarle, ingrata operación que el inteligente
animal soportó dócilmente, aunque manifestando su contrariedad y sufrimiento
con lastimeros quejidos.
Hecho esto,
el indio tomó un rumbo opuesto para desorientar a los que saliesen a
perseguirlos, que naturalmente seguirían la dirección que el perro había tomado
en la calle. Ora avanzando cautelosamente, ora retrocediendo al sentir los
pasos de alguna escolta, con mil rodeos y angustias caminaba en la dirección de
los corrales, para tomar allí la vía de Barquisimeto.
De pronto, a
la mitad de una cuadra, sintió los pasos acelerados que venían a su encuentro.
Retroceder era imposible. Los pasos se acercaban más y más, hasta que sus ojos
espantados vieron dibujarse entre las sombras un bulto informe. Era, por
fortuna, una persona inofensiva, un padre que pasó de largo por la acera
opuesta, llamado, sin duda, para auxiliar algún herido, según creyó Tinjacá. Pero
no, aquel aparente religioso, como después se supo, era el bravo Escalona, que
en hábito de fraile, se escapaba también de la matanza.
La situación
del indio, que caminó toda aquella noche sin descanso, era doblemente crítica
porque el perro era demasiado conocido en las villas y lugares por donde había
pasado el Libertador, lo que le obligaba a una marcha sumamente penosa por
parajes extraviados; pero si Nevado era para él una amenaza constante y causa
de mil zozobras por los campos y vecindarios que recorría, todos enemigos, en
cambio, era también un compañero fiel y cariñoso que velaba su sueño y sabia
esgrimir sus poderosas garras y agudos colmillos para defenderle en cualquier
lance personal.
Al cabo de
algunos días logró incorporarse a la gente de Rodríguez, el jefe patriota de la
guarnición de San Carlos, llamado por Escalona cuando supo la aproximación de
Boves. Sabido es que Rodríguez llegó a los alrededores de Valencia con su
tropa, que no pasaba de cien hombres, y tuvo que replegarse, porque el ejército
sitiador le impidió la entrada. Unido, pues, a este puñado de valientes, corrió
la suerte de ellos, atravesando lugares llenos de guerrillas enemigas, ora
combatiendo día y noche, ora pereciendo de necesidades en las selvas y
desiertos, hasta que lograron, al fin, incorporarse todos, esto es, cuarenta o
cincuenta que sobrevivieron, al no menos heroico ejército de Urdaneta, que
alcanzaron en El Tocuyo, para emprender juntos aquella célebre retirada que
salvó del pavoroso naufragio de 1814 la emigración y las reliquias de la
patria.
A su paso
por Mucuchíes, Urdaneta dejó de retaguardia en este lugar trescientos hombres
al mando de Linares, y con el resto de sus tropas ocupó a Mérida. El valor
temerario de Linares lo obligó a combatir con Calzada, que los seguía y que
casi inesperadamente descendió del páramo de Timotes y los atacó con todo su
ejército en la propia villa de Mucuchíes.
Tinjacá y
Nevado, como era natural, estaban allí con la fuerza de Linares en su tierra
nativa, y se vieron envueltos en aquel combate heroico, que fue desastroso para
los patriotas. El pronto auxilio despachado de Mérida al mando de Rangel y
Páez, que volaron con un cuerpo de caballería al socorro de Linares, llegó
tarde, pues se encontraron con los primeros derrotados una legua antes de
llegar a la villa.
El pánico y
la consternación se adueñaron de Mérida, cuyo vecindario vino a aumentar la
gran emigración de familias que venían desde el centro de la República al
amparo de Urdaneta, quien continuó su marcha hacia la Nueva Granada.
¿Qué había
sido de Tinjacá y de Nevado? Tratándose del perro del Libertador, Urdaneta y su
oficialidad indagaron inmediatamente con los derrotados por su paradero, pero
nadie dio razón, y se temió que hubiese caído otra vez en manos de los españoles.
Pero esto no era cierto, porque sabedor Calzada de que el perro se hallaba en
el combate de Mucuchíes hizo las más escrupulosas pesquisas para descubrirlo,
allanando al intento la casa y hacienda del señor Pino, su primitivo dueño;
pero todo fue en vano: Tinjacá y Nevado no se volvieron a ver. Parecía que se
los había tragado la tierra.
Meses
después, cuando Bolívar y Urdaneta se vieron en Pamplona por primera vez
después de estos desastres, aquél supo con tristeza toda la historia del perro,
y admirando la fidelidad y valentía del indio, exclamó con entera seguridad:
—¿Sabe
usted, Urdaneta, que abrigo una esperanza?
—Espero
conocerla, General.
—Pues creo
que mi perro vive y que lo hallaré cuando atravesemos de nuevo los páramos de
los Andes para libertar a Venezuela.
No era la
primera vez que Bolívar hablaba en tono profético.
Han
transcurrido seis años. Por lo alto de los páramos de Mérida marchan con
dirección a Trujillo varios batallones del ejército patriota; y nuevamente se
detiene frente a la casa de Moconoque un considerable número de jinetes. Es
Bolívar y su brillante Estado Mayor.
—Llamad en
esta casa —dijo el Libertador a uno de sus edecanes.
El estrecho
camino apenas podía contener a los jefes y oficiales que habían hecho alto en
aquel sitio.
La casa
estaba cerrada, y sólo después de fuertes y repetidos golpes crujieron los
cerrojos de la puerta, y apareció en el umbral una india anciana, trémula y
vacilante, que era la casera, la cual miró con ojos asombrados a la brillante
comitiva.
—¿Vive
todavía aquí don Vicente Pino o alguno de su familia? —le preguntó Bolívar.
—No, señor.
Todos emigraron para la Nueva Granada, hace algunos años.
—¿Puede
usted, entonces, informarme algo sobre el paradero del perro Nevado y el indio
Tinjacá, después del combate de Mucuchíes?
—He oído
contar muchas veces la historia del indio y del perro, pero ni aquí han vuelto
ni nadie sabe qué ha sido de ellos.
Cuando
Bolívar y su Estado Mayor continuaron la marcha, la india, deslumbrada todavía
por el brillo y bizarría de tantos jefes y oficiales volvió a correr los
cerrojos de la puerta, y se entró a comentar el suceso con los otros habitantes
de la casa:
—¡Jesús
credo! —les dijo—, esto es para confundir a cualquiera. Otra vez el perro; otra
vez la misma pregunta. Si pasan los españoles, averiguan por el perro, y si
pasan los patriotas, la misma cosa. ¡Este animal debe valer mucho dinero!
Pero no
solamente en Moconoque, sino en la villa de Mucuchíes, a cada paso de tropas
eran interrogados los vecinos sobre el perro, cuyo desaparecimiento estaba
envuelto en el misterio. Bolívar también averiguó allí por Nevado y su guardián
sin resultado alguno, y con esto perdió la esperanza que había abrigado de
hallarlo a su paso por los páramos de Mérida.
Al día
siguiente emprendieron la gran ascensión del páramo de Timotes. Pronto pasaron
el límite de las últimas viviendas humanas y entraron en la soledad temible,
donde la marcha es lenta y silenciosa, ora cortando la falda de un cerro, ora
subiendo por algún plano rápidamente inclinado, con harta fatiga de las bestias
de silla. Ya hemos dicho que el silencio es allí completo, y absoluta la
desnudez del suelo. Hasta la menuda gramínea y la reluciente espelia, que
constituyen la única vegetación de estas elevadas regiones, desaparecen en
aquella espantosa soledad de varias leguas.
Los
caracteres más alegres y festivos, allí se apocan y entristecen. Una fuerza
oculta nos obliga a callar, rindiendo así culto al dios fabuloso que, según los
aborígenes, vivía de pie sobre el risco más empinado de los Andes, con la
frente inclinada sobre el pecho y el dedo índice apoyado en los labios: era el
dios de la meditación y del silencio.
El Estado
Mayor de Bolívar marchaba con una lentitud imponente. Sólo se oían las pisadas
y fuertes resoplidos de los caballos acezantes. El panorama, en lo general
uniforme, ofrecía sin embargo, rápidos cambiamientos debido al viento helado
que sopla en aquellas cumbres, el cual tan pronto acumula las nieblas en torno
del viajero, envolviéndolo por completo, como las aleja, ensanchándose el
horizonte, para dejarle ver aquí y allá riscos y peñones atrevidos, que asoman
sus cabezas mostruosas por entre las nubes, de un modo tan caprichoso como
fantástico.
Los hilos de
agua que vienen de lo alto, acrecidos por las lluvias y los deshielos, forman
zanjones profundos que cortan el camino de trecho en trecho. Abismado cada cual
en sus propios pensamientos caminaban todos, cuando de repente se oyó un grito
de guerra:
—¡Viva la
Patria! ¡Viva Bolívar!
Grito
inesperado que rompió el silencio augusto del Gran Páramo y que, por un
fenómeno propio de la comarca, fue repetido al punto por bocas misteriosas que
se abrieron en el fondo de los valles y cañadas, al conjuro del dios Eco; de
suerte que las voces Patria y Bolívar fueron retumbando de cerro en cerro hasta
morir débilmente en lontananza como el vago rumor de un trueno.
Antes de que
el eco se extinguiese, Bolívar vio salir de uno de aquellos zajones un
personaje extraño, que parecía estar allí acechándole el paso, y que corrió
hacia él con ligereza de un gamo. Una larga y oscura manta rayada de colores
muy vivos cubría casi todo el cuerpo de aquel hombre, que tomaron por un loco
en vista del modo tan brusco e inusitado con que se presentaba.
—¿No me conoce
ya Su Excelencia? —dijo al Libertador con el sombrero en la mano.
—¡Tinjacá!
—exclamó Bolívar lleno de asombro.
—Siempre a
sus órdenes, mi general. Ayer supe en mi retiro del páramo que Su Excelencia
pasaba...
—¿Y el
perro? ¿Dónde está Nevado? —le preguntó Bolívar, sin dejarlo proseguir.
—Está por
aquí mismo con una persona de confianza, pero no lo traje porque todavía
dudaba, y quise ver antes por mis propios ojos si era verdad que Su Excelencia
iba con el ejército.
—Pues ve a
traérmelo en el acto.
—No hay
necesidad. El vendrá solo —le contestó el indio, a tiempo que hacia un
movimiento para llamarlo.
Pero al
instante, Bolívar lo detuvo, diciéndole:
—¡Espera!,
que yo lo llamaré.
Y con la
excitación de su alegría, que era indescriptible como la sorpresa de sus
tenientes, sacóse un guante, y llevándose a los labios sus dedos acalambrados
por el frío lanzó al viento aquel silbido extraño, casi salvaje, que en otro
tiempo había aprendido del indio, el mismo que oyó por primera vez en la helada
villa de Mucuchíes y que más tarde salvó a Nevado, en la noche tétrica de
Valencia. El eco se encargó de repetir y prolongar el silbido, que fue a
extinguirse como un débil lamento en el confín lejano.
Entretanto
Tinjacá sonreía de contento, los jefes y oficiales esperaban sorprendidos el
desenlace de aquella inesperada escena; y Bolívar, pálido de gozo, rasgaba la
niebla con sus miradas de águila.
Un grito
unánime se escapó de todos los pechos.
—¡El perro¡
¡El perro! ...
Sobre el
borde de un barranco próximo había aparecido Nevado, el mismo Nevado, más
hermoso y altivo que nunca, batiendo al aire su abundosa cola, que semejaba un
plumaje blanco, muy blanco, como los copos de nieve.
Momentos
después, la cabeza del perro desaparecía bajo los pliegues de la capa del
libertador, que se inclinó desde su caballo para recibirlo en sus brazos.
Si con el
Estado Mayor hubiese ido la banda marcial, él habría ordenado que en aquel
mismo sitio, sobre una de las cumbres más elevadas de los Andes, resonasen los
clarines y tambores en alegres dianas por el hallazgo de su perro.
A partir de
esta fecha, Nevado siguió a Bolívar por todas partes, ora jadeando detrás de su
caballo en las ciudades y campamentos, ora dentro de un cesto cargado por una
mula, a través de largas distancias y en las marchas forzadas. Él estuvo echado
junto a la Piedra Histórica de Santana de Trujillo en la célebre entrevista de
Bolívar con Morillo, provocando las miradas curiosas y la admiración de los
oficiales españoles que conocían su historia; y durante el Armisticio, visitó
el extinguido Virreinato de Santa Fe y durmió algunas siestas en la mansión de
sus virreyes, sobre las ricas alfombras del palacio capitolino de San Carlos,
en Bogotá.
Atravesando
Bolívar con sus edecanes por un hato de los llanos, salieron de un caney
multitud de perros de todos tamaños, y se arrojaron sobre los caballos,
ladrándoles con tanta algarabía y obstinación, que los oficiales iban ya a
valerse de las espadas para liberarse de aquel tormento, cuando les llegó el
remedio, porque en oyendo Nevado, que venía un poco atrás adormilado dentro del
cesto, los desacompasados aullidos de aquella jauría, se botó al suelo de un
salto, con espanto de la bestia que lo cargaba, y a todo correr y dando
descomunales ladridos arremetió de lleno contra la ruidosa tropa de podencos,
los cuales huyeron al punto poseídos de terror.
—¡Bravo,
bravo! ¡Lo has hecho muy bien, Nevado! —exclamaron los oficiales, agradecidos
al potente animal que les quitaba de encima aquella insoportable molestia, a lo
que agregó Bolívar, riéndose de la derrota de los galgos:
—Esos pobres
perros jamás habían visto un gigante de su especie.
El 24 de
junio de 1821, en la célebre llanura de Carabobo, enardecido el perro en medio
de la batalla, se lanzó como una fiera sobre los caballos españoles, no
obstante su edad de nueve años que empezaba a privarle de rapidez en la carrera
y hacerle más fatigosas las marchas sorprendentes de su perínclito amo. En vano
se le llamó repetidas veces. Ni él ni Tinjacá, que lo seguía, volvieron a
presentarse a los ojos de Bolívar ni de su Estado Mayor.
Ya habían
sonado en el glorioso campo las dianas del triunfo y sólo se oían a lo lejos
las descargas de fusilería que daba el Valencey en su heroica retirada. Bolívar
vuelto en sí del frenético entusiasmo de la Victoria, pregunta de nuevo por su
perro, en momentos en que recorría el campo, cuando se presenta un ayudante y
le dice:
—Tengo la
pena de informar a Su Excelencia que Tinjacá, el indio de su servicio, está
gravemente herido.
—¿Y el
perro? —le preguntó al punto.
—El perro...
—dijo titubeando el ayudante—, el perro también está herido.
Bolívar puso
al galope su fogoso caballo en la dirección indicada. Un cirujano hacía la
primera cura al pobre indio, quien al divisar al Libertador hizo un gran
esfuerzo para incorporarse, diciéndole con voz torpe y extenuada:
—¡Ah, mi
General, nos han matado el perro!...
Bolívar miró
en torno con la rapidez del rayo y descubrió allí mismo, a pocos pasos de
Tinjacá, el cuerpo exánime de su querido perro, atravesado de un lanzazo. El
espeso vellón de su lomo blanco, muy blanco como la nieve de los Andes, estaba
tinto en sangre roja, muy roja como las banderas y divisas que yacían
humilladas en la inmortal llanura.
Contempló en silencio el tristísimo
cuadro, inmóvil como una estatua, y torciendo de pronto las riendas de su
caballo con un movimiento de doloroso despecho, se alejó velozmente de aquel
sitio. En sus ojos de fuego había brillado una lágrima, una lágrima de pesar
profundo.
El hermoso
perro Nevado era digno de aquella lágrima.
TULIO FEBRES CORDERO
Nace en
Mérida (Edo. Mérida) el 31 de mayo de 1860; Muere en Mérida (Edo. Mérida) el 3
de junio de 1938. Escritor, historiador, profesor universitario y periodista.
Realizó un aporte fundamental a la cultura intelectual venezolana, mediante el
estudio de la historia de Mérida, de los Andes y de sus áreas de influencia, es
decir, el territorio que desde principios del siglo XVII formará el
corregimiento de Mérida. Fueron sus padres Foción Febres Cordero y Georgina
Troconis y Andrade. Sus primeras enseñanzas las recibió de sus padres y de sus
tíos Favio Febres Cordero e Indalecia Almarza, pasando luego a la Escuela de
Varones de Mérida. En 1871 ingresa a la Universidad de Los Andes para seguir
los cursos de Latinidad y Filosofía, graduándose de bachiller 7 años después.
Durante esta etapa aprende varios oficios que luego le serán de gran utilidad en
el futuro: zapatería, relojería, tipografía, encuadernación, caligrafía, dibujo
y pintura. En la Universidad inicia estudios de derecho, carrera que culmina en
1882, doctorándose 18 años después. Luego de esto comienza su labor como
tipógrafo y periodista. En tal sentido, fueron varios los periódicos y revistas
que funda, dirige, redacta, o en los que simplemente colabora, como Páginas
Sueltas (1882-1883) y El Comercio (1884), ambos junto con José Antonio Parra
Picón, El Lápiz (1885-1897), El Centavo (1900), El Billete (1902), el Mosaico
(1921-1923), este último con su hijo José Rafael Febres Cordero.
Su actividad
en la Universidad de los Andes fue larga y fructífera, especialmente como
catedrático de Historia Universal (1892-1924), todo lo cual llevó a ser
nombrado vicerrector interino (1912) y rector honorario (1936). En 1883 contrae
matrimonio con Teresa Carnevali Briceño, con quien procreará varios hijos. Como
topógrafo desarrolló la técnica de la imagotipia (1885), o arte de representar
imágenes con tipos de imprenta. También se ocupa de la foliografía (1896),
técnica que consiste en la reproducción mediante impresión de las hojas de las
plantas. En cuanto a su obra en general, se puede decir que la misma es
polifacética por abarcar aspectos propios de la historia, la literatura, la
antropología, el derecho, la educación y otras ramas del saber. Por lo tanto,
no es raro que su escritura se exprese en distintos géneros: crónica, ensayo,
cuento, novela y poesía. Asimismo, su heterogénea producción intelectual se
caracteriza por abordar conjuntamente los hechos de la historia formal
(conquistas, fundaciones, revoluciones, guerras, etc.) con los de la historia
cotidiana (costumbres, creencias, modos de vida, etc.). Fue notable su interés
por dar a conocer en un lenguaje sencillo las tradiciones, mitos y leyendas,
expresiones que si bien no forman parte de la historia académica, sin embargo,
ayudan a entender la psicología de los pueblos, en especial la de la región
andina. Durante su existencia, Tulio Febres Cordero fue objeto de numerosas
distinciones, como el haber sido admitido en instituciones académicas tanto de
Venezuela (miembro correspondiente de la Academia Nacional de la Historia y de
la Academia Venezolana de la Lengua) como del extranjero. En 1978, los
herederos de la familia Febres Cordero donaron a la nación la colección de
impresos y documentos pacientemente reunidos por el escritor merideño, así como
lo dejado por su hijo José Rafael. Hoy estos materiales pueden ser consultados
en la Biblioteca Febres Cordero del Instituto Autónomo Biblioteca Nacional,
ubicada en Mérida.
FUENTES CONSULTADAS
- http://notiyaradigital.webnode.com.ve/news/historia-del-perro-nevado/
- http://www.venezuelatuya.com/biografias/tulio_febres_cordero.htm
- http://www.escritoresmerida.com.ve/literaturainf/escritores/tuliofebres.html
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