Desde hace ya muchos años, me hice fan
de Nazoa, y era inevitable al leer su credo, encontrarme con Martín Tinajero,
un personaje para mí inspirador por la profundidad de la leyenda que se tejió
en torno a él… aquí les dejo un poco de la biografía de Armando Quintero Laplume
y de Martín Tinajero para que los conozcan… y de seguro se enamoren de este
personaje como lo hice yo…
Armando Quintero Laplume
Escritor y narrador oral
uruguayo-venezolano. Dirige desde 1987 la agrupación de
"cuentacuentos" Los Cuentos de la Vaca Azul y desde 1991 la
agrupación Narracuentos UCAB, en la Universidad Católica Andrés Bello, en cuya
Escuela de Educación conduce el Taller de Narración Oral y Artes Escénicas para
los cursantes del segundo año de Educación Integral y Preescolar. Ha publicado
Un lugar en el bosque (Kalandraka, Galicia, 2003), entre otros libros.
El corazón de Martín Tinajero,
origen de
una leyenda
Armando Quintero Laplume
"Creo...
en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín
Tinajero...".
Aquiles
Nazoa
El corazón de Martín
Tinajero siempre fue de miel. Desde pequeño. Nunca conocí, ni conoceré, estoy
seguro, a un ser tan tierno, tan delicado, tan claro de vivir lo que le tocara
vivir y, ¡tan hombre! Menos, y perdone que se lo diga, a uno tan religioso como
él. Vivía bien lo que fuera, y cristianamente. Nunca le oí quejarse de todos
los trabajos y pesares que tiene nuestro oficio. Por muy dolido y enfermo que
estuviera, siempre cumplía sus obligaciones de soldado. Tampoco, le sentí
demostrar algún temor. Y, conociéndolo como le conocía, sabía que sus miedos
los llevaba dentro. Y eran tantos, o más, que los que cualquiera de nosotros
sentía. Pero su actitud era tan serena, tan de aceptar el momento que se le
presentaba, que nos serenaba a todos. Como si estuviéramos ante Nuestro Señor
Jesucristo amando a plenitud la voluntad de Dios Padre. Se lo puedo asegurar a
Vuestra Merced, fray Pedro de Aguado, sin temor a equivocarme. Como le puedo
asegurar de la luz de este sol que nos ilumina ahora. No sé, eso sí, si todo lo
que le diga pueda servirle para su Recopilación historial de Santa Marta y
Nuevo Reino de Granada de las Indias del Mar Océano, esa obra que usted está
escribiendo, y que engrandece todos los sacrificios realizados por cada uno de
nosotros en la conquista de estas lejanas tierras. ¿Su obra, si mal no lo
recuerdo, ya va por el cuarto o quinto libro? ¿No es cierto? Gracias a su
esmero, y al apoyo entusiasta de Nuestro Rey. Y, según me han comentado,
llegará como hasta un noveno. ¿No es verdad? Bueno, disculpe que me haya
desviado de la pregunta que me hiciera. Comienzo. Sepa usted que a Martín
Tinajero lo conocí de toda la vida. Fuimos vecinos, casi nacimos y nos criamos
juntos. Siempre fuimos amigos, "en las buenas y en las malas", como
se dice. Nuestros padres trabajaban en las mismas y productivas tierras. Como
lo habían hecho nuestros abuelos, desde los abuelos de nuestros abuelos. De la
fecha precisa de su nacimiento, no tengo ni la menor idea. Nunca la supe. Como,
tampoco, sé la mía. Éramos de Écija, la sevillana ciudad de los valles de allá,
por las orillas del río Genil, el principal afluente del Guadalquivir. La
conocida "Ciudad de las Torres", por la cantidad de campanarios que
emergen entre sus techos de grises y rosadas tejas. "La ciudad del
Sol", como la llaman. O "La sartén de Andalucía", como todos le
decimos por sus elevadísimas temperaturas estivales. Disculpe. Me desvié de
nuevo. Usted sabrá perdonarlo. Pero es que la memoria de la tierra donde uno
nació como que se nos pega dentro. Y se extrañan sus aromas, sus colores, sus
sonidos, sus sabores; sobre todo, cuando se está lejos de ella. Vuelvo a
aquello que le interesa a Vuestra Merced, y que fue para lo que vino a
preguntarme. Siempre creímos —tanto su familia como la nuestra— que Martín
Tinajero iba a ser un franciscano, como usted. O, al menos, un religioso. Sus
delicadas manos no eran para trabajar la tierra, salvo para amasar la arcilla.
Y, ¡bien bueno que era en la hechura de tinajas! De ahí le viene su nombre —de
su oficio— como a muchos de nosotros. También hacía otras piezas de nuestra
cerámica tradicional, de la que se precian mucho los artesanos de Écija. Hay,
incluso, parte de sus trabajos en las paredes y columnas de nuestras iglesias.
Pero nunca podría decirle cuáles. No lo sé. Nunca me lo dijo y, por respeto a
nuestra amistad, tampoco se lo pregunté. Supe, eso sí, porque él mismo me lo
contó, que un día que estaba arrodillado ante el Santísimo Cristo de la Salud,
en nuestras iglesias de San Gil, oyó una voz que le decía: "Tu corazón
está destinado a una gran leyenda". Él creyó que le llamaban para la vida
sacerdotal y, con esa humildad suya, fue a hablar con el padre de la Iglesia de
Santa Bárbara, donde está la imagen de nuestro Santo Patrono, San Pablo. Por
parecerle lo más cercano a esos deseos, ya que este santo, también, había
respondido a los llamados de una voz que le sonó de pronto. Él me pidió que le
acompañara. Cuando llegamos, yo le esperé fuera. Aquello que iba a resolverse
era sólo entre el sacerdote, él y Dios. Le aseguro a Su Merced, fray Pedro de
Aguado, que Martín Tinajero, desde muy pequeño, siempre fue algo enfermizo. Por
ello, a ninguno de los dos nos resultó extraño que, apenas el padre superior lo
viera, detallara su contextura y, a una, le recomendara la búsqueda, por otros
caminos, de la voluntad que parecía señalarle la voz que había escuchado. Así
me lo comentó luego de salir del templo, cuando casi íbamos llegando a nuestras
casas. Antes guardó total silencio, que no me atreví a cortarlo. Y así lo hizo.
Le confieso que tampoco a mí se me hubiera ocurrido que iba a tomar el mismo
camino que tomamos muchos de los jóvenes de nuestra época: la búsqueda de eso
que llaman El Dorado. Pero así fue. Juntos nos embarcamos hacia estas tierras.
Y juntos pasamos los primeros temores al irnos acercando cada vez más al borde
del horizonte de la Mar Océano y, luego, ir cruzando el Mar de los Sargazos, a
la espera de encontrarnos con los terribles monstruos que, siempre nos dijeron,
habitan por esas aguas: ballenas blancas, tiburones azules, pulpos y calamares
gigantes, incluso esos horribles seres llamados sirenas. Tengo claro que la
mayoría de nosotros llevábamos los ojos puestos en las riquezas que pudiéramos
obtener en esa empresa. Nada más, ni mucho menos. El oro, la plata, los
diamantes y tantas otras riquezas encontradas, los frutos y animales nuevos
estaban ahí, detrás de esos peligros, al alcance de todos, al beneficio de cada
uno de nosotros. Para Martín Tinajero no. Él estaba seguro de que encontraría
el Paraíso Terrenal en las nuevas tierras. Varias veces me lo dijo. Y a eso
vino. Apenas llegados al Nuevo Mundo nos integramos a las huestes de los
hermanos Welser. Bajo el mando de Nikolaus de Federmann. Hicimos la jornada que
este conquistador realizó hacia el interior de las nuevas tierras que se iban
conociendo. Por lugares aún desconocidos. Partimos de Coro y alcanzamos la
región de Río Hacha a mediados de 1536. Le aseguro, Su Merced, que las
dificultades fueron muchas, desastrosas. Nos encontramos caminando por enormes
y enmarañadas selvas, hediondas ciénagas, desolados desiertos, cumbres
altísimas y borrascosas. Ríos enormes, caudalosos y profundos, donde habitan
desde unos peces llamados yacaré, cuyos cuernos son tan duros que no se pueden
herir con cuchillo o flechas. En esos lugares descubrimos, entre otros
animales, culebras ponzoñosas, hormigas bermejas y hasta alacranes, gusanos y
arañas enormes, todas cubiertas de vellos y llenas de veneno, cuyo sólo
contacto es sumamente peligroso. Y donde hasta los numerosos frutos, salvo que
uno aprenda a esperar si lo comen o no las aves, como hacen los pobladores de estas
tierras, pueden ser mortales. Y, por si fuera poco todo esto, ¡este calor
siempre sofocante! Se perdió y murió la más gente de sed y de hambre. En medio
de tantas penurias, sólo recuerdo el rostro sonriente de Martín Tinajero,
quien, a pesar de hallarse enfermo, nunca se quejó. Nuestro capitán le había
nombrado nuestro cocinero. A veces caminaba en búsqueda de comida mucho más que
cualquiera de nosotros. Para solucionar nuestras necesidades básicas. En una de
estas salidas le aquejó la enfermedad que tenía y murió de ella. Le enterramos
en un hoyo que en invierno había hecho el agua. A vista y muy bien señalado. De
modo que, para que a nuestro regreso, fuera avistado y reconocido desde lejos.
Esto sucedió como para septiembre de 1536. Ha de haber sido en la región
situada al sur del lago de Maracaibo. De eso estoy seguro. Nosotros seguimos
avanzando, hasta que nuestro capitán Nikolaus Federmann decidió regresar
directamente a Coro y ordenó al grueso de la hueste —los pocos, de tantos, que
logramos sobrevivir— que marchase al mando del capitán Diego de Martínez hacia
los llanos de Carora. Al regresar, cuando nos acercábamos al lugar donde el
cuerpo de Martín Tinajero estaba enterrado, comenzamos a sentir cierto olor muy
suave y agradable que ocupaba todo el campo. Como cuando en nuestras tierras se
inicia la primavera, y se desatan los aromas de todas las flores. Pero le
aseguro, sin exagerar, era mucho más que ello. Tanto era el ímpetu del tal
aroma, que se percibía a más de cincuenta pasos a la redonda. Admirados de
tanta maravilla, intentamos, pero no pudimos acercarnos a él. Nos lo impedía
una colmena completa de abejas, de esas que crían miel. Nuestros asombrados
ojos no podían creerlo: las abejas estaban anidadas en su corazón, íntegro aún,
que parecía latir como si todavía estuviera vivo. Por eso le digo a Vuestra
Merced, fray Pedro de Aguado, por lo que en el cuerpo muerto de nuestro Martín
Tinajero se vio, él era un hombre bienaventurado, un gran siervo de Dios. Claro
está que nuestros españoles y su capitán y caudillo llevaban los ojos en el
oro, la plata, los diamantes y tantas riquezas que deseaban tener y, por ello,
no tuvieron en cuenta este caso, ni siquiera vieron lo digno de llevar su
cuerpo para darle eclesiástica sepultura. A mí, al menos, me queda el consuelo
de haberle dicho todo lo que sé. Y, sobre todo, confirmarle lo que le decía al
principio de todo esto que usted, al preguntarlo, me permitió que le dijera, y
para que las generaciones futuras sepan de ello: el corazón de Martín Tinajero
siempre fue de miel.
Fuente Consultada: http://www.letralia.com/115/letras03.htm
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