Hace muchos
años, leí un cuento de Julio Garmendia que para mí en ese entonces era un cuento
larguísimo, porque ocupaba varias páginas de la revista en que lo encontré. Inicialmente me enamore de las ilustraciones…
y luego me dio curiosidad saber que tenía ese cuento encerrado… y así, conocí a
Manzanita… y confieso que me enamoré de Manzanita, porque en muchos sentidos la
Manzanita se me parecía a muchas cosas que veía y que decían los adultos de
aquellas épocas. Pienso que hoy más que nunca Manzanita está vigente, y es un
buen recordatorio de todo aquello que necesitamos tener a la vista. El valor a nuestro país, a nuestra cultura y a
toda esa mezcla extraordinaria de la que provenimos que nos hace diferentes e inconfundibles
a nivel mundial, esto podría servirnos para tener valor y fuerza en aras de afrontar
todos los problemas pequeños o grandes que nos plantee el camino… Manzanita es
una luz de esperanza para todos, porque al final de cuentas todo lo extranjero,
lo que no es nuestro, termina por comprender que para vivir aquí, para ser como
nosotros, hay que recorrer un camino largo y es de trabajo y más trabajo, jamás podrá nadie ser como
somos los venezolanos simplemente somos únicos, y en este cuento de Garmendia
queda muy bien expresado… les invito a conocer a la preciosa Manzanita…para
que se enamoren un poco también de este personaje que en mí opinión es un clásico
de la literatura infantil…
MANZANITA
Cuando llegaron las grandes, olorosas y sonrosadas
manzanas del Norte, la Manzanita criolla se sintió perdida.
— ¿Qué voy a hacer yo ahora –se lamentaba–, ahora
que han llegado esas manzanas extranjeras tan bonitas y perfumadas? ¿Quién va a
quererme a mí? ¿Quién va a querer llevarme, ni sembrarme, ni cuidarme, ni
comerme ni siquiera en dulce?
La manzanita criolla se sintió perdida...
La Manzanita se sintió perdida, y se puso a cavilar
en un rincón. La gente entraba y salía de la frutería. Manzanita les oía decir:
— ¡Qué preciosidad de manzanas! Déme una.
—Déme dos.
—Déme tres.
Una viejecita miraba con codicia a las brillantes y
coloreadas norteñas; suspiró y dijo:
—Medio kilo de manzanitas criollas, marchante; ¡que
no sean demasiado agrias, ni demasiado duras, ni demasiado fruncidas!
La Manzanita se sintió avergonzada, y empezó a
ponerse coloradita por un lado, cosa que rara vez le sucedía.
Y las manzanas del
Norte iban saliendo de sus cajas, donde estaban rodeadas de fina paja,
recostadas sobre aserrín, coquetonamente envueltas en el más suave papel de
seda. Habían sido traídas en avión desde muy lejos, y todavía parecían un poco
aturdidas del viaje, lo que las hacía aún más apetitosas y encantadoras.
—A mí me traen en sacos, en burro, y después me
echan en un rincón en el suelo pelado… –cavilaba Manzanita, con lágrimas en los
ojos, rumiando su amargura.
Estaba cada vez más preocupada. Aunque a nadie
había dicho palabra de sus tribulaciones, las otras frutas, sus vecinas, veían
claramente lo que le pasaba; pero tampoco decían nada, por discreción. Hablaban
del calor que hacía; de la lluvia y el sol; de los pájaros, los insectos y la
tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las gentes que entraban o salían
de la frutería, en tanto que la pobre Manzanita se mordía los labios y se
tragaba sus lágrimas en silencio.
Ya las norteñas se acababan, se agotaban; ya el
frutero traía nuevas cajas repletas, con mil remilgos y cuidados, como si
fueran tesoros que se echaba sobre los hombros. La Manzanita no pudo aguantarse
más.
—Señor Coco… –llamó en voz baja, dirigiéndose a uno
de sus más próximos vecinos, un señor Coco de la Costa, que estaba allí
envuelto en su verde corteza.
—Usted que es tan duro, señor Coco –repitió
Manzanita con voz entrecortada y llorosa–; que a nada le teme; que se cae desde
lo alto de los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar, son las piedras
las que lloran si usted les cae encima…
Esto ofendió un tanto al buen señor Coco, el cual
creyó necesario hacer una aclaratoria, poniendo las cosas en su puesto.
—Es cierto que soy duro –explicó–, pero eso no
quiere decir que no tenga corazón. Es mi exterior, que es así. Por dentro soy
blando, tierno y suave como una cápita de algodón.
—Es lo que yo digo, señor don Coco –se apresuró a
conceder la Manzanita–. Yo sé que su agua es saladita como las lágrimas, y que
eso viene de su gran corazón que usted tiene.
—Así es –asintió el buen Coco, satisfecho–. ¿Y qué
quería usted decirme, amiga Manzanita? ¡Estoy para servirle!
—Ya usted se habrá fijado –dijo la Manzanita,
conteniendo a duras penas sus sollozos– en lo que está pasando aquí en la
frutería. Esas del Norte, ¡esas intrusas! ocupan la atención de todo el mundo,
y todos las encuentran muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!… –y la
pobre Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.
El Coco no hallaba qué hacer ni qué decirle a
Manzanita. Viendo esto otra vecina, se acercó pausadamente para tratar de
consolarla.
— ¡Ay, señora Lechosa! –gimió Manzanita echándole
los brazos al cuello–. ¡Qué desgracia la mía!
—Cálmate, Manzanita, cálmate –le decía maternalmente
la Lechosa (que era una señora Lechosa bastante madura y corpulenta).
Volviéndose hacia otro de los vecinos, con los ojos
húmedos –tan blanda así era–, preguntó la Lechosa:
— ¿Qué me dice usted de esto, señor Aguacate? ¿No
comparte el dolor de Manzanita? ¡Usted, que parece una lágrima verde a punto de
caer!
— ¡Ay, cómo no, señora Lechosa! –se apresuró a
decir el Aguacate, rodando ladeado hasta los pies de Manzanita–. Mi piel puede
ser dura y seca, pero por dentro me derrito como mantequilla.
En esto se desprendió un Cambur de uno de los
racimos que colgaban del techo, y fue a caerle encima a la Guanábana. Pero la
Guanábana no se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse cuenta de lo
sucedido; es tan buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen por
fuera, son tiernas a tal punto que un bebé puede aplastarlas con la yema de su
dedito. Pero la Naranja también había acudido a consolar a Manzanita, y se puso
amarilla de rabia –amarilla como un limón.
—Esos Cambures… –dijo desdeñosamente–. Siempre
cayéndole a una encima.
— ¿Qué se habrá creído la Naranja? –refunfuñó el
Cambur–. Nada más que porque es redonda y amarilla, ya se cree el Sol.
La Naranja se puso aún más encendida, como fuego.
—Nosotros somos tan amarillos como ustedes –le
gritó un contrahecho Topocho pintón.
—Yo también soy amarillita –murmuró la Pomarrosa
dentro de una cesta.
—Sí, sí, amarilla –rieron los Nísperos–, pero
hueles demasiado, te echaste encima todo el perfume.
—No les hagas caso, Pomarrosa –le dijo al oído la
Parcha–. Ésos parecen papas; están envidiosos de tu color, y porque no huelen
tanto como tú.
La Parcha Granadina, la señora Badea, había llorado
también, y tenía la redonda cara más lisa y lustrosa que de costumbre.
—Oiga, señora Parcha –le dijeron unos Mamones–,
¿por qué no le pide prestada su pelusilla al Durazno, y se la unta en la cara
para que no se vea tan lustrosa?
—Pues a mí –dijo de repente, cuando menos se
esperaba, un grueso señor Mamey–, a mí no me importa lo que le pase a
Manzanita. Al fin y al cabo, esas son cosas de ella, un pleito de familia entre
Manzanas. No hay que ocuparse más de esa llorona. ¡Mocosa!
Estas palabras del Mamey causaron un momentáneo
desconcierto.
Mirárose las
frutas unas a otras, con aire perplejo. Fue el eminente señor Coco quien,
reponiéndose el primero de la sorpresa, tomó al fin la palabra.
—No, amigo Mamey –dijo sosegadamente el Coco–; yo
creo que sí tenemos que ayudarla. Oiga usted, amigo –añadió bajando
significativamente la voz y echando una rápida ojeada alrededor–, no sabemos lo
que puede suceder mañana; ¿qué sé yo?, ¿qué sabe usted? ¡Un día de éstos pueden
comenzar a llegar también Cocos del Norte, Lechosas del Norte, Aguacates del
Norte, Guanábanas del Norte, Mamones, Mangos, Tunas, Guayabas, Nísperos,
Parchas, Mameyes del Norte! Sí, señor, óigalo bien, señor Mamey: ¡Mameyes del
Norte! ¿Y qué será entonces de nosotros? ¿De usted y de mí? ¿Y de nosotros
todos?… ¡Nos quedaremos chiquiticos, frunciditos, encogiditos y apartaditos,
como le pasa hoy a Manzanita!
El rechoncho Mamey no palideció por esto; para sus
adentros, se puso aún más amarillo, aunque siguió siendo marrón por fuera. Las
ideas expuestas por el Coco, a las claras denotaban su elevación nada común.
En los cocales, en efecto, se mueve él a grande
altura sobre el nivel del suelo; por esto se supone –o supone él– que ya desde
muy lejos ve venir los acontecimientos, los peligros, y es por eso el más
llamado a hablar en nombre de las frutas tropicales. Pero esta elevada posición
del Coco, sin embargo, también suscita envidias y resentimientos… El ventrudo
Tomate, por ejemplo, se puso rojo como un… ¡tomate!
—Yo no les tengo miedo a los Tomates del Norte
–dijo, inflamado y brillante–. ¿Qué me dicen con eso? Ellos no pueden ser más
colorados que yo. Además, yo no puedo ponerme contra las Manzanas del Norte,
porque nosotros, los de la familia Tomate, tenemos un cierto parentesco con
ellas. Mi abuelita me contaba que en algunos países nos llaman a nosotros
“manzanas de oro”; de modo, pues, que…
—También yo –dijo uno de los Cambures, cortándole
la palabra al Tomate–, también yo tengo cierto grado de parentesco con esas
extranjeras, por el lado materno, como bien puede verse por mi segundo
apellido, pues, como saben, soy el Cambur Manzano.
Unos muchachos que venían de la escuela entraron
ruidosamente en la frutería y empezaron a comprar manzanas –¡manzanas del
Norte, por supuesto!–. Las acariciaban, las sopesaban, las olían, hasta les
daban algún beso o mordisco allí mismo, ante los mismos ojos de Manzanita, como
si dijéramos en sus propias barbas. La Manzanita, que se había quedado
distraída y pensativa oyendo lo que decían las frutas, como si todo se hubiera
arreglado con sólo palabras, volvió a gimotear perdidamente, acordándose otra
vez de sus pesares. Entonces se le acercó la Piña y se puso a acariciarla y a
mimarla. Pero cada vez que doña Piña le hacía un mimo en la mejilla, Manzanita
se escurría un poco hacia atrás, diciendo:
— ¡Ay, señora Piña! ¡Ay! ¡Ay!
Pero la Piña no pensaba que esto pudiera ser a
causa de las escamas y las sierritas punzantes que la adornan por todos lados,
sino que era a causa de la pena que seguía afligiendo a Manzanita, y que a cada
instante se le hacía más viva y aguda; y continuaba acariciándola y mimándola.
Mientras más ayes lanzaba la pobre Manzanita, más y mejor la acariciaba y la
estrechaba entre sus brazos la buena señora Piña, haciéndola gritar más
todavía.
Hasta que unas dulces Parchitas se apiadaron de
ella y empezaron a decir, para distraer la atención de la Piña:
—Señora Piña… Señora Piña… Oiga lo que dicen los
Mangos.
—Pues, ¿qué dicen? –interrogó la Piña, volviéndose.
—Que usted y que es agria…
Esto reavivó inesperadamente el dolor de Manzanita.
— ¡Agria la Piña! ¡Ay! –exclamó fuera de sí–. Pues
¿qué no dirán de mí? Y más ahora que han venido ésas, y que todos andan con la
boca abierta de lo buenas y sazonadas que son!
—No, nosotros no hemos dicho nada de usted, misia
Piña –explicaban los Mangos–. Nosotros somos frutas que venimos de gran árbol,
y no nos ocupamos de frutas que viven pegadas al suelo.
— ¡De gran árbol! –rió la Piña con sarcasmo–. Pero
no estamos hablando de eso, sino de gusto y sabor. ¿Y quién más dulce que yo,
cuando quiero serlo? Y no olviden ustedes ¡pegajosos! –añadió levantando la
voz– que están tratando con una dama de mucho copete; ¿o es que no lo saben?
El Mango soltó la risa.
—Porque lleva un moño de hojas duras en la cabeza
–dijo–, ya se cree dama de gran copete.
—Yo tengo algo que es más, mucho más que copete –se
oyó–. ¡Tengo corona!
Todos se volvieron, mirando a la Granada, que
llevaba una corona, una verdadera y auténtica corona real, esto era innegable.
— ¡Sí! –repitió orgullosamente la Granada–. Llevo
una corona de seis picos; por consiguiente, soy la reina de las frutas…
— ¿Tú? –gruñó en seguida el Membrillo, como de
costumbre tieso y reseco–. ¡Tú, que apenas estás madura y no encuentras quien
te lleve, te entreabres ya sola y empiezas a pelarle los dientes a todo el que
pasa, a ver si te cogen! ¡Dientona!
La Granada enrojeció mucho al oír tales palabrotas.
La señora Patilla venía acercándose hacía rato,
arrastrándose como un morrocoy. Ahora llegaba, e intervino para decir, aunque
algo tardíamente:
—Las frutas pegadas al suelo, como han dicho antes
esos caballeritos Mangos, y yo en particular, que por mi tamaño y otras cosas
puedo considerarme también reina de las frutas…
— ¡Ay, Patilla! –susurró la Piña.
— ¡La Patilla se cree reina! ¡La Patilla se cree
reina! –rieron dentro de un canasto unas niñitas muy traviesas, y que tenían fama
de loquillas, las Guayabas.
Ni siquiera reparó en ellas la bonachona y plácida
Patilla; pero la Tuna, erizada de pelillos y aguijoncitos, parecía pronta a
defenderse y zaherir, a pesar de que nadie estaba metiéndose con ella.
Manguitos de bocado, se quita la concha, se come
pelao.
La frutería estaba ya cerrada hacía rato, y todavía
hablaban las frutas (como si exhalaran su aroma, cada una el suyo). La
Manzanita no durmió en toda la noche. Hasta la madrugada no pudo cerrar los
ojos. De modo que, al amanecer del día siguiente, cuando volvieron a abrir la
frutería, dormía aún, y soñaba… Estaba muerta. La Manzanita criolla se había
muerto de pena y de vergüenza de verse tan chiquita, tan verdecita, tan
fruncidita, tan acidita y tan durita. ¡Pobre Manzanita! Y a pesar de todo,
tenía buen corazón, sí, tenía su corazón jugoso, tierno, perfumado, ella
también, y la prueba es que para hacer dulce era muy buena.
Esto era lo que ahora decían todos alrededor de
ella, y la lloraban y la compadecían, la llevaban sobre sus hombros y le ponían
flores encima.
La llevaban a enterrar. Pero la que más lloraba en
el entierro de Manzanita, la que más triste iba, era la misma Manzanita, que se
tenía mucha compasión y se daba una gran lástima. El cortejo pasaba por la
falda del cerro, y estaban presentes las frutas más importantes y
representativas, todas las grandes frutas. Sólo la señora Patilla, entre éstas,
no había podido llegar hasta allí; varias veces lo intentó, pero se vino
rodando hasta el pie de la cuesta una y otra vez; allí se quedó al fin,
inmóvil, sudorosa, echando la colorada lengua hacia afuera. El lento cortejo
subía por la ladera; los pájaros piaban tristemente, siguiéndolo de rama en
rama; murmuraban las hojas, alguna se desprendía y venía a posarse en tierra.
La neblina cubría la faz del sol.
Cuando la echaron al hoyo, cerca de un arroyuelo,
hubo un formidable estremecimiento. “Seguramente disparan el cañón por mí, o se
hunde el cerro” –pensó Manzanita envanecida. Llevó luego la palabra el joven
Durazno, amigo de infancia y compañero de juegos de Manzanita, y todos
comenzaron en seguida a echarle tierra encima… Manzanita se enderezaba,
pataleaba, se empinaba en la punta de los pies; se sacudía la tierra como una
gallinita en un basurero. Pero la tierra seguía cayendo a paletadas, y al fin
Manzanita quedó tapada.
Cuando ya estaba enterrada, y todos se habían ido
cuesta abajo, hacia la frutería otra vez, llegó por entre la tierra oscura y
recién removida un gusano, y le dijo al oído a Manzanita:
— ¿De qué te moriste, Manzanita, tú tan dura?
—De dolor, señor Gusano, viendo llegar a esas ricas
Manzanas del Norte, y que nadie más sentía gusto por mí –contestó ella–. Ni a
los niños, ni a los pajaritos, ni a nadie le gustaba ya, ¿para qué iba a seguir
viviendo?
—Mira, Manzanita –le dijo otra vez al oído el
gusano–, te voy a dar un consejo. Mejor es que no te mueras todavía. Oye lo que
te voy a decir: esas lindas manzanas fácilmente perecen aquí, yo lo sé, y te lo
digo porque soy tu viejo amigo y porque somos los dos de aquí del cerro.
La Manzanita vio una lumbre de esperanza en aquello
que le decía el gusano.
— ¿Y crees tú que se van a morir de verdad esas
bichas? –preguntó con los ojos brillantes.
—De seguro que sí, Manzanita. Es el calor lo que
las daña –explicó el gusano, con aire entendido y científico.
Entonces Manzanita comenzó a escarbar con fuerza la
tierra que le habían echado encima, se salió afuera y se vino rodando cerro
abajo hasta la frutería otra vez.
Acababan de alzar ruidosamente la reja de hierro
que servía de puerta a la frutería (fue éste el estampido que oyó en sueños
Manzanita), y todas las frutas lanzaron exclamaciones y gritos de sorpresa al
ver entrar tan fresca y ágil a Manzanita.
—Pero, ¿cómo es eso, Manzanita? –le preguntaban
todas a la vez–. ¿No te dejamos esta mañana muerta y enterrada?
— ¡Ah, sí! ¡Dispensen! –dijo Manzanita, olorosa
todavía a tierra–. Pero es que he venido a ver una cosa, una sola cosa no más,
y después me voy otra vez; si no es nada, me vuelvo a ir a enterrarme yo misma.
Ustedes no tienen que volver a llevarme, ni acompañarme, ni volver a subir el
cerro, ni echarme otra vez la tierra encima. ¡Muchas gracias! Yo misma me la
echo… ¡Un momento!
Y Manzanita se hizo aún más pequeña de lo que era
en realidad, al ver que ya el frutero abría las cajas. Estaba más fruncida que
nunca, de miedo y esperanza a la vez, viendo aparecer los rollos de paja y de
papel de seda en que venían envueltas las norteñas… Y empezaron a salir
manzanas manchadas, o con puntos hundidos y abollados, o ya próximas a
descomponerse… Y el frutero estaba consternado; se ponía las manos en la cabeza
y hablaba para sí mismo, jurando y maldiciendo; y Manzanita iba al mismo tiempo
recobrando ánimos. Al fin ya no pudo contenerse más, y corrió por toda la
frutería llevando la noticia. Tropezó con la Lechosa, se montó en la Patilla,
dispersó a los Mamones, empujó al Tomate, se hincó en la Piña, resbaló entre
los Mangos, le dio un golpe al Mamey y un apretón a la mano de los Plátanos;
diciendo entusiasmada:
— ¡Están dañadas! ¡En un solo día de gran calor se
dañan todas!
Y Manzanita reía; reía y bailaba en un solo pie.
Entretanto, el afligido frutero iba echando en una
cesta sus manzanas inservibles, e iba metiendo en la nevera las que todavía
estaban sanas, no fueran a perderse también, con el gran calor que hacía.
Subida sobre el montón de Cocos, Manzanita se puso a mirar a través del cristal
de la nevera; tenía los ojos todavía hinchados y enrojecidos por el llanto.
Miraba a las rosadas y opulentas Manzanas
instaladas ahora dentro del frío esplendor de la nevera –entre Uvas y Peras–,
como reinas y princesas en el interior de su palacio.
— ¡Aquí no pueden estar sino en nevera, y seguro
que en su tierra no son nadie! –les dijo, mirándolas de soslayo.
Pero ya Manzanita estaba consolada, y en el fondo
de su corazón, ya les estaba perdonando su belleza y su atractivo. Su ira se
aplacó inesperadamente… y, en lo secreto y profundo de sí misma, un súbito
vuelco se produjo…
—Después de todo –dijo al cabo de un momento,
bajándose del montón de Cocos y echando otra mirada a la cesta de las manzanas
desechadas–, son frutas como yo, hijas de la tierra y el sol, buscadas por los
niños y los pájaros… ¡Perecederas frutas, como yo!
La naricilla estaba todavía lustrosa; la voz, ronca
y quebrada por los sollozos. Pero lanzó un largo y hondo suspiro de pena
apaciguada… Y como por encanto desaparecieron las huellas de la amargura y el
rencor; y se hizo presente aquella pizca de dulzura y de frutal delicia que la
Naturaleza misma también puso en la sensible pulpa de que hizo a Manzanita, el
día en que la hizo… Y la alegría, la maravillosa alegría de Manzanita, estalló,
de pronto, incontenible y desbordante, al sentirse, nuevamente, entrelazada, y
en paz, como entre hermanas, con todas las demás frutas del trópico y del
mundo…
Y la maravillosa alegría cundió por todos lados; se
comunicó a todas las frutas; sus fantásticos colores refulgían, bajo el rayo
del sol que las tocaba; se juntaban o se separaban sus formas, con capricho;
confundíanse sus aromas en la tibieza del aire tropical. Materialmente
fulguraban las Naranjas, como soles echados en montón; bailaban los Cambures,
jubilantes; el Aguacate daba traspiés, su cuello largo y retorcido impedíale moverse
acompasadamente; la Patilla sonaba a hueco, y se deslenguaba; Nísperos y
Chirimoyas y Frutas de Pan saltaban fuera de las cestas y los sacos; los
mismísimos señores Cocos Secos se echaron a rodar por aquí y por allá, con
sordo ruido, exhibiendo al sol sus largos y duros pelos; y los Mamones, así
como las Guayabas y las pequeñas Ciruelas fragantes y coloradas –¡cuándo no!–,
aprovecharon también la confusión para ponerse a corretear por el suelo, como
ratones, persiguiéndose y jugando, deslizándose entre las Piñas, escondiéndose
entre las Lechosas, las Parchas o las Guanábanas. El frutero se afanaba,
recogiendo aquí, atajando allá, sin saber qué pensar ni qué hacer ante aquel
desbarajuste inusitado… A través del cristal de la nevera, Manzanita se sonreía
con las norteñas. El rechoncho Mamey le dio un beso en la frente. El maduro
Tomate le echó el brazo. ¡Y hasta las avispas y abejas que merodeaban por allí
en busca de dulzores, bailaron frenéticamente unas con otras!
Julio Garmendia
Texto del cuento tomado de: http://lecturas-yantares-placeres.blogspot.com/2012/10/la-manzanita-criolla.html20/05/2015
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